“El mejor truco del diablo fue convencer al mundo de que no existía”. Del personaje Verbal Kint, alter ego de Keyser Söze, en Los sospechosos de siempre.
Uno de los ominosos legados de la Primera Guerra Mundial, de cuya finalización se cumplirá un siglo este año, fue una técnica de gobierno cuya naturaleza es una de las perversiones más sutiles de la modernidad. Ese mecanismo consiste en que el derecho se mantiene vigente, pero no se aplica. Los líderes totalitarios surgidos tras la Gran Guerra, con la promesa de impedir el avance del comunismo en sus países, desmantelaron la democracia. Y en nombre de la necesidad y de la urgencia por reconstruir naciones y sociedades, gobernaron con herramientas que no abolían el sistema jurídico, sino que no lo instrumentaban. Lo declaraban, precisamente, inútil.
Tucumán construyó ese sistema durante 2003 y 2015. Y esta semana exhibió la consagración de ese andamiaje.
Producido como “no existente”
¿Dónde se está, exactamente, en un Estado donde el derecho rige pero no se aplica? La respuesta resuelve el carácter maldito de este mecanismo de Gobierno.
Los dirigentes machacan desde hace una centuria con que, en la Argentina, la realidad política sólo puede pensarse de manera binaria. A mucho de ese maniqueísmo lo conocemos de memoria. Personalismo o antipersonalismo. Braden o Perón. Peronismo o antiperonismo. Kirchnerismo o antikirchnerismo Patria o buitres. Macrismo o antimacrismo. Hay, sin embargo, una antinomia, hilada de una manera mucho más fina, por encima del barro del discurso político argentino. Una que, por cierto, se encuentra casi universalmente admitida, hasta el punto que demoniza cualquier discusión al respecto: democracia o dictadura.
El pensamiento ocioso catequiza con esa dualidad: si no es la una, entonces, necesariamente es la otra. Esa banalidad es la placenta en la que se gestó ese “algo” diferente que la democracia y la dictadura. Tan distinto que es anulatorio de ambas. El pensador italiano Giorgio Agamben lo llama Estado de Excepción.
El mayor truco del Estado de Excepción fue convencer al mundo de que no existía. Manteniendo vigente el derecho, pero no aplicándolo, fue creciendo a medio camino de la democracia y la dictadura. Esta tierra de nadie entre el derecho y la anomia fue extendiéndose invisiblemente. Si la dirigencia sólo puede distinguir “democracia” o “dictadura” todo lo que no es ni lo uno ni lo otro fue produciéndose como “no existente”.
Un limbo de las leyes, pero con elecciones periódicas y división de poderes. Lo cual trafica una estética sagaz y endemoniada: el Estado de Excepción no es una anarquía. El Estado de Excepción, como plantea Agamben, es diferente que el orden jurídico, pero aún así implica un orden. Uno en el cual las constituciones no son subordinadas a los estatutos de facto, como en la última dictadura argentina. Por el contrario, la Carta Magna está vigente. Simplemente, no se aplica. La de Tucumán, reformada en 2006, mandó que antes de que terminara ese año se aprobaran una Ley de Voto Electrónico, una Ley de Régimen Electoral y una Ley de Acefalía. Ninguna se ha dictado. Es decir, no se aplica lo que la Carta Magna manda.
Un camino largo que se pierde
El Estado de Excepción, ahora, ha dado un paso más en su evolución y consolidación en Tucumán. Desde este abril, la ley que entra en vigencia es negada por las autoridades. Más aún: el vigor de la ley ya no es pleno: es intermitente.
Todas esas gravedades están implicadas en lo ocurrido con el nuevo Código Procesal Penal durante estos días. La sucesión de hechos parece inverosímil.
El primer día de este mes entró en vigor el nuevo digesto, sancionado en nombre de que el actual sistema inquisitorio de expedientes es tan ineficiente que tiende a procesos que demoran décadas y están viciados de nulidades. Así que se resolvió instaurar un régimen acusatorio, apostando a la dinámica del proceso oral y público, y a la celeridad.
Ese nuevo mecanismo empezó a regir el domingo pasado porque se olvidaron de prorrogarlo. La Corte ya había dicho, según publicó LA GACETA, que necesitaba posponer su implementación, pero nadie se acordó de dictar el instrumento legal que lo aplazara. Pero aunque entró en vigor, jamás fue aplicado en sus 96 horas de plenitud. Al quinto día, ese nuevo digesto vigente, dejó de estarlo. Una acordada de la Corte dispuso que la ley (superior a un acuerdo entre jueces) debía ser postergada, una vez más.
En realidad, cuando se lo pone en contexto, el asunto empeora. Léase: en 2013, una comisión especial compuesta por miembros de los tres poderes del Estado se constituyó para modificar el Código, que rige desde 1991. En 2016 se elaboró una propuesta. Ese proyecto entró a la Legislatura y fue discutido por los legisladores en comisiones. De ese segundo debate salió un dictamen que pasó al recinto. En sesión, hubo una tercera discusión y el texto fue sancionado. El Poder Ejecutivo, luego, promulgó la ley, que no fue objetada por ninguna sentencia. ¿Por qué no entró en vigencia?
La última palabra
Debía hacerlo el 1 de septiembre de 2017, pero en Tribunales alegaron que no estaban dadas las condiciones para que -nada menos- la norma vigente pudiera ser aplicada. Se prorrogó su puesta en marcha, entonces, para el 1 de abril de 2018. Ese día entró en vigor, pero por un descuido, así que siguió sin ser aplicada. Alega la magistratura que una ley sancionada por la Legislatura y promulgada por el Ejecutivo, a partir de una iniciativa en la que intervinieron los tres poderes, necesita una resolución explícita de la Corte para que se aplique. Es decir, la Justicia declara una norma constitucional, o no, para un caso particular; o establece si es nula, o no, para todos los casos; y ahora también dice desde cuándo se aplicará una ley que ha sorteado todo el circuito constitucional de promulgación.
Un fenómeno propio de las democracias latinas consiste en que los parlamentos han perdido “la última palabra” respecto de las leyes: pueden ser fulminadas por la Justicia. En Canadá, en cambio, si una norma es impugnada judicialmente, su insistencia por una mayoría agravada la pone en vigencia por cinco años. Pero en el Estado de Excepción local, la Legislatura ha perdido también la primera palabra. El argumento de los jueces para justificar la no puesta en vigencia del nuevo Código Procesal Penal es que el poder político adeuda normas.
Los magistrados y lo magistral
El malestar parlamentario se exteriorizó a través de Marcelo Caponio, que apuntó contra el presidente de la Corte, Daniel Posse, a quien acusó de haberse opuesto siempre al nuevo código y hasta lo calificó de “cómodo”; por oposición a los vocales Antonio Estofán y Antonio Gandur. En el cuestionamiento del apoderado del PJ se cuela un malestar extendido entre numerosos parlamentarios peronistas, pero mucho más también. Caponio, uno de los referentes centrales del alperovichismo en la Cámara, está objetando a un vocal que viene del alperovichismo, y está reivindicando a otro del mismo origen.
Puede que se trate de cuitas entre dos ex secretarios de Gobierno de la gestión anterior (Posse y Caponio lo fueron). Puede que se trate del alperovichismo separando la avena del trigo. Como fuere, si lo que el alperovichismo quiere es desairar a Posse, hoy también presidente de la Junta Electoral Provincial que fiscalizará los comicios de 2019, lo está logrando magistralmente.
Pero en las cumbres de la Legislatura, la manera en que el superior tribunal resolvió su propia omisión (la de solicitar una prórroga a la aplicación del nuevo código) también indigestó.
Con los plazos vencidos, la Corte no mandó una acordada sino una nota firmada por su presidente. La misiva está fechada el 28 de marzo, pero ingresó a la Legislatura el 3 de abril. La diferencia entre fechas (el documento está datado antes del 1 de abril, fecha límite para una prórroga, pero fue entregado dos días después de ese vencimiento) fue interpretada como un intento de coparticipar a la Cámara el “descuido” de la Corte.
En ese texto, Posse pide posponer la aplicación de la ley que reforma el Código hasta el 31 de octubre. Luego, el pleno de la Corte (sin Claudia Sbdar, de licencia) firmó un acuerdo en el que cambia las reglas. Ahora la prórroga es hasta el 1 febrero de 2019. Para más reformas, su aplicación no regirá para los centros judiciales de Monteros y de Concepción, sino sólo para este último. Así que la ley de alcance provincial, que iba a debutar como plan piloto en el interior, ahora sólo se circunscribirá a unos pocos distritos. El Estado de Excepción hizo que el Código de vigor intermitente, que rige pero no se aplica, haya devenido casi un experimento municipal.
Los argumentos de los jueces, además, hacen corresponsables a los legisladores por la falta de instrumentos legales que posibiliten aplicar el nuevo código. En la Legislatura anotaron que nunca antes, ni por nota ni por los medios, los magistrados plantearon esas moras.
El acto fallido
Si bien todo este proceder improlijo, improvisado e incoherente con la ley que refiere al combate del delito en Tucumán raya el escándalo institucional, el peor trámite que puede darse a esta situación es reducirla al nuevo Código Procesal.
En todo caso, lo que ocurre con esta norma esencial es la muestra, a escala, de lo que está sucediendo con el orden jurídico en la Provincia. Desde 1991 (cuando se dictó el digesto procesal que hoy se sigue aplicando, a pesar de que hay otro que lo sustituye y fue aprobado hace dos años), se puso en vigencia la Constitución de 1990, se la modificó en 2006, y ahora se habla de enmendarla de nuevo. La sociedad cambió, el mundo cambió, los gobiernos cambiaron, el delito mutó, pero no el conjunto de normas para proceder frente al ilícito.
El inconsciente dirigencial es revelador: a la Carta Magna, que limita el poder, se la cambia cada dos por tres. De las leyes que combaten el crimen, en cambio, se olvidan. Porque eso es lo consagratorio del Estado de Excepción tucumano: hay una ley que esta semana entró en vigencia, sencillamente, porque en el poder no se dieron cuenta.
O lo que es igual: la ley, en realidad, es el lapsus de este sistema de gobierno.